jueves, 14 de febrero de 2008

Nada de San Valentín. Hoy es su día


14 de febrero. San Valentín. Cada uno dedica la jornada de hoy a lo que le da la gana. A regalarse flores, a currar, a festejarlo con una gran cena, a ver la tele, a prometer la luna, a olvidar el calendario...


Hace un año, a estas horas, yo estaba acabando un trabajo que aún no me han pagado después de una larga noche de curro, sin haber dormido. Estaba en mi casa de Granada, con el vaso más grande que encontré en mi cocina naranja repleto de café, intentando mantener un mínimo de concentración y con esa sensación de odio generalizado que me provoca el cansancio. Mi San Valentín de ese año me dejó un regalo de ánimo de mi guachuza. No porque me quiera, que también. Creo que era más un acto para que no me hundiera en ese mes malo que ya casi he olvidado por completo.


Esa madrugada, una amigo me avisó vía 'sms' que Teo se había propuesto nacer. Desde entonces, de ahora en adelante, el 14 de febrero es el día de Teo. Se lo ha ganado por valiente, por cambiar las perspectivas de los que estamos en su entorno, por campeón. Teo ha demostrado que vivir requiere muchos más esfuerzos que el simple hecho de respirar. Se propuso reirse y ofrecer sonrisas y no ha dejado de hacerlo desde entonces.


A mí, personalmente, me ha demostrado que puedes querer a alguien al que aún no has mirado nunca a los ojos. Tenemos aún pendiente nuestra primera cita.


También, el 14 de febrero será en mi calendario el día de su madre, de Angelines. Porque también ha demostrado que es una valiente. Porque siempre está. Por el viaje a Portugal. Por las cañas y el bocadillo del pasado fin de semana. Por dejar en mis manos su coche. Por ser como es, por escuchar mis locuras y porque es un ejemplo a seguir. Hoy, para mí, no es San Valentín. Es su día, el de los dos. Nos vemos este fin de semana.

miércoles, 13 de febrero de 2008

El bisturí eléctrico

"Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico en España, aunque seguramente tomó la idea de una publicación extranjera... No olvidaré el momento en el que pronunció aquella frase fundacional:
-Fijate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla..."


'Juanjo', Millás, lo cuenta en el último ganador del Premio Planeta como una obsesión que se repite incansable durante todo el texto y que ocupa un lugar protagonista en la edición. Las acciones contradictorias del bisturí eléctrico, lo de herir y curar al mismo tiempo, se ven en esa cantidad de series de médicos y urgencias que ponen -para mi deleite, lo reconozco- en la televisión.

Todo el mundo vive, queriendo o no, su momento 'bisturí eléctrico'. Un instante de tu vida en el que te ves obligado a tomar decisiones que te abren una herida aunque sea sólo con la intención meditada de cerrarla. Como el bisturí de ahora, que te raja, te hiere -casi siempre para evitar un mal mayor, para remediar algo- pero, que a la vez que te hace la herida, te la quema para que no salga ni una gota de sangre.

Hay trabajos a los que hay que aplicarle un bisturí eléctrico para que no acaben con tu vida o tu salud mental, ocasiones en las que tienes que afrontar una lista del paro, un cambio de jefe o una decisión atormentada, hacerte la herida, para que tu mal empiece a curarse.

Hay malas amistades que uno debe aparcar para que dejen de crearte úlceras, para que no te corroan por dentro. Un poquito de bisturí eléctrico y todo arreglado.

Y hay relaciones a las que les tienes que aplicar este invento médico para que la enfermedad no se eternice. Momentos en los que, conocida la herida que cada uno tiene, analizada la enfermedad y estudiadas las consecuencias, lo mejor, -lo más valiente o lo más cobarde, según cada caso-, consiste en someterse al efecto de un bisturí eléctrico. Duele, pero se convierte en remedio. Duele, pero a la vez cura. Duele, pero puede ser la única salida.

Es como cuando uno se echa alcohol en una herida, como cuando te lavas los dientes con agua y sal para curar unos puntos. Como los sobres asquerosos de medicinas que tragas lo antes posible para, pasado el mal rato, sentirte mejor. Duele. Pero, a veces, es la única solución a males mayores. "-Fijate, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla..."

jueves, 7 de febrero de 2008

Mis zapataillas rojas


Todo el mundo tiene una camiseta vieja, unos pantalones rotos, unas zapatillas cansadas de andar... un algo que se ha convertido, con el paso del tiempo, en una especie de extensión olvidada de sí mismo, un amuleto absurdo al que agarrarse, un talismán escondido al fondo del armario. Yo, tengo unas zapatillas rojas.


Siempre tengo unas zapatillas rojas. Tengo unas sin cordones y fresquitas para el verano, otras de bota que me cayeron al cumplir los 27 para combatir los rigores del invierno en Baza. Y unas hechas polvo en la parte de mi armario de Granada que no abro nunca. Pero tampoco soy capaz de tirarlas.


Me sorprende esa capacidad de encapricharse con cosas que no te llevan a ninguna parte, pero que se convierten en poco menos que un símbolo de tu personalidad. Hice la entrevista para mi anterior trabajo -hace de eso casi seis años- con unos zuecos rojos. Al tiempo, me compré unas zapatillas rojas que me costaron una de las primeras broncas de mi jefe. No le parecía 'serio' que trabajara en zapatillas, "y menos, esas rojas".


Ahí me dí cuenta de que hay gente que nace para ir por la vida en zapatos, -mujeres preparadas incluso para vivir sobre tacones-, y personas que nacimos con pies destinados inevitablemente a llevar zapatillas. Rojas.


"Soy un obsesionado de los zapatos. Me los limpio tres veces al día, y cada mañana antes de salir de casa. Cuando me presentan a alguien, me fijo en sus zapatos y como los lleve sucios... Da igual lo arreglado que vaya". La frase me la soltó el lunes mi jefe, el de ahora.


Ahora intento recordar qué vestían mis pies el día que nos tomamos un café eterno para convencerlo de que me contratase frente al resto de ofertas, que haberlas haylas. No me acuerdo, pero se quedó conmigo. Y ahí sigo, organizando ruedas de prensa con mis zapatillas rojas. Cuando me confesó su obsesión por los zapatos, bajé la mirada, miré mis zapatillas, y volví a levantar los ojos con cara de miedo. Mi jefe se estaba riendo. Quizá por esas cosas sigo en una ciudad que no me gusta, con un trabajo que no es el mejor, en el que no soy la mejor, pero que me reta cada mañana.


Para que no pierda las buenas costumbres por el camino, para que no se me olvide que las zapatillas rojas me llevan hacia el destino adecuado -y si no es el bueno, al menos lo recorro más cómoda-, mi guachuza me ha regalado una zapatilla roja -calcetín incluido- de llavero para mi casa de Guadix. Ahora, aunque no se vea, siempre llevo mis zapatillas rojas.

martes, 5 de febrero de 2008

El taxista, la Pavli y yo

Decía Sabina que, puestos a elegir una de esas vidas que no podremos representar, se quedaría -entre otras tantas- con la de un taxista en Nueva York. Yo, me conformo con un par de noches en la parte delantera de uno de esos taxis de este país. "No todos los hombres seremos así, ¿no? Buenos quedamos tu padre y yo".

Una noche de borrachera acaba inevitablemente con un brazo alzado pidiendo socorro a un taxista libre que te lleve a casa. O a un hotel. O a una escapada. O a un refugio. Según la noche. Esta vez, el taxista nos llevaba a un hotel con la única motivación de haber tomado ya suficientes cañas -y una más- y tener mucho sueño.

Entonces, con la complicidad que te ofrece hablar ante un desconocido y la pantalla de cristal que divide un coche en dos, la Pavli y una servidora empezamos -más bien continuamos- una conversación esteril y sin pretensiones criticando a los hombres. Así, en general. A todos.

Y en plena pelea dialéctica, con el entusiasmo que pone en estas cosas la kuajo, el taxista nos interrumpió. "No todos los hombres seremos así". Pues eso. Por supuesto. Esperemos...

Estoy convencida de que todos tenemos alguna gran conversación con un taxista. Un intercambio de frases, de miradas, de algo que te hace pensar. Recuerdo otras cuantas:

Una madrugada de vuelta a casa con una parada previa en la cuesta de la Mendo, una de esas vueltas de las que te arrepientes a veces. A ratos porque te has subido al taxi y a momentos por no haberte subido antes. Esa noche debió pensar que estábamos locas, je je.

Y otra madrugada, una de despedidas en la que me tuve que bajar del taxi para no terminar llorando y en la que el taxista me preguntó: "Estos dos, ¿se quieren así siempre?". Eso espero, que les dure.

lunes, 4 de febrero de 2008

El mundo en mis manos


He pasado unos días en Fitur, un viajecito lúdico-laboral que ha dejado el mundo en mis manos. Pasear por un enorme recinto dedicado a vender los encantos de cada pueblo, cada país, cada frontera, reduce el mundo a una superficie de un puñado de kilómetros que se puede visitar, -si tienes prisa como era mi caso-, en un solo día.

Los pabellones se convierten en continentes, los 'stand' en países y los 'microstand', en lo que cada pueblo pueda aportar a este entramado de azafatas regalando folletos que acabarán, casi con seguridad, en el próximo cubo de la basura.

Mi viaje me ha proporcionado una mirada rápida a Colombia, Perú o Ecuador, una un poco más en corto a Sevilla o Córdoba, y un hartazgo de provincia granadina. Qué le vamos a hacer!!! Uno tiene el mundo en sus manos y termina dando una vuelta por la Alpujarra -y con esta frase no quiero quitarle mérito a sus pueblos, que además me encantan-.

Mi vuelta al mundo en ocho horas me ha permitido probar algún que otro vino o volver a ver caras que antes eran familiares y ahora se han quedado en poco menos que primos lejanos. Y, sobre todas esas cosas, me ha dejado el saborcillo agridulce de estar encerrada en una provincia increible de la que tengo que salir más.

Me he quitado algunos miedos, he buscado algunas caras sin encontrarlas, y he vendido algo -mediáticamente hablando, que conste-. No mucho, pero algo. "El año que viene lo haremos mejor", he dicho en un par de ocasiones. O más.

También he llegado a unas cuantas conclusiones, más personales que profesionales:

1.- El mundo es muy grande y yo me pierdo muy rápido.

2.-Tener el mundo en tus manos cansa. Y mucho.

y 3.- Puestos a perderse o a mantener el peso de todo un mundo, mejor con amigos.