lunes, 23 de marzo de 2009

Detrás de la cifra


Las cifras son lo que son. Números. Estadísticas. Simbolitos que llenan titulares, que marcan las cuentas corrientes. Cosas que, muchas veces, no entendemos. Te hablan de miles de millones de euros y te quedas frío. Te cuentan el número de parados y sientes miedo. Te recuerdan la población de China y... en fin.



Por eso, aún recuerdo una clase de la facultad en la que te contaban la teoría que, luego, resulta complicada llevar a la práctica. "Si hablas de un terreno, compáralo con un campo de fútbol o las dimensiones de una ciudad... Si vas a hablar del precio de un piso, haz la cuenta de los años trabajados que necesitas para pagarlo...". Teorías.



Hoy, voy a llevar a la práctica un dato que ayer me dejó 'tonta' en el sofá. 60%:



El 60% en personas, son seis de cada diez. Sigamos.



Si un día no como, no importa. Me viene bien. Si no como seis de cada diez días estoy jodida.



Llorar un día resulta hasta recomendable. Hacerlo 18 al mes (el 60%) puede ser un síntoma claro de depresión, de una vida de mierda...



Perder a un amigo por el camino puede hasta tener sentido. Si dejan de hablarte seis de los diez que te acompañan normalmente a tomar cañas es que eres despreciable.



Que te quede una asignatura durante el instituto puede que sólo refleje que se te da mal el inglés. Si suspendes más de la mitad (el 60%, por ejemplo)... tiene peor explicación ante los padres.



Si al poner la lavadora desaparece un calcetín, es normal. Si desaparecen seis de los cinco pares que has metido... llama a un técnico.



Si tu equipo pierde seis de cada diez partidos que juega... preparate para ser seguidor de un club de segunda.



Y es que, seis de cada diez, son muchos. Más de la mitad. Piensa en pasar más de la mitad de tu vida solo, que más de la mitad de tus ligues te dejen, que el 60% de tus curros te obliguen a ser mileurista, que 18 días al mes tengas dolor de cabeza o que, por lo que sea, te quedes con cuatro de tus dedos de las manos. ¿Chungo, verdad?



Hablamos de la violencia de género, de las violaciones, de los casos que llenan de asco y terror informativos y titulares. Ayer, tropecé con uno: 'El 62% de las mujeres palestinas sufre abusos sexuales'.



62%. Más de seis de cada diez palestinas vivien con acosadores, sufren el peor de los abusos, y se callan. Las violan sus padres, las tocan sus tíos, las reprenden sus madres por poner malas caras ante esta barbarie y son asesinadas por sus propias familias por el único atrevimiento de hablar, de llorar en voz alta, de contarlo. Y lo peor: sólo existe un centro para ayudarlas con una treintea de plazas.

Y ahora, si te apetece, ponle banda sonora positiva al dato.

lunes, 9 de marzo de 2009

El tiempo y sus cuestiones


No soy puntual. No lo he sido en la vida. No lo fui ni para nacer, que le vamos a hacer. Mi madre tuvo que sumarle dos semanas a sus nueve meses de embarazo para que yo decidiera nacer un día de un nevazo enorme, como los que hemos tenido este invierno.


"La última vez que te espero". He oído esa frase miles de veces. Mis amigos, los de toda la vida, se cansaron de recogerme para subir al colegio o bajar al instituto y siempre me avisaban de dónde pasaríamos las horas de fiesta harticos de aguantar en la puerta del parque mis retrasos.


"Te estoy esperando, como siempre". Me lo dice mi hermana casi todos los días. Dice que llego tarde cuando hemos quedado, que me retraso cuando vamos al cine, que tardo una eternidad en hacer cualquier cosa y del tiempo estimado para que me tome un café las mañanas de los sábados, mejor ni hablamos.


Para todo esto, lo de mis retrasos, existe una teoría muy extendida. Creo.


Soy capricornio. Todos los capricornio llegamos tarde. ¿Conoces a alguno? Piensalo. Seguro que llega tarde cuando quedáis para comer, que siempre va corriendo y retrasado. Piénsalo. Conozco a muchos, un buen puñado viene a mi cabeza en estos momentos. Todos son impuntuales irremediables.


La teoría, esa de la que hablaba, tiene que ver con el concepto de tiempo y los capricornio. Siempre pensamos que llegamos, que nos da tiempo, que podemos. Tenemos un concepto del tiempo equivocado, iluso, irreal. Un ejemplo: Suena el despertador a las siete. Yo creo que, a esas horas, me da tiempo a dormir cinco minutos más, elegir la ropa, vestirme, peinarme, cambiar de bolso, recoger los platos de la cena, bajar al bar a tomar un café, charlar con Antonio, ver el periódico, fumarme un cigarro y llegar al curro. Puff.


Al final, todo era una ilusión.


No he usado reloj hasta que me regalaron uno mis compañeros cuando me fui de Baza. El de la cocina se quedó sin pilas antes de que terminara de arreglar la casa y poner las cortinas. El del coche sólo está en hora la mitad del año. Los otros seis meses va una hora adelantado o atrasado. (Es que no sé cambiarlo). El del móvil lo llevo diez minutos adelantado, para llegar a la hora. Como lo sé, no sirve para nada.


También llego tarde a las decisiones importantes, aunque eso es otro cantar. Uno de mis últimos jefes me reprochó (impuntual él, que osado!) que llegaba tarde a trabajar. Lo bueno, le contesté una vez, es que también me voy siempre tarde.


Hoy, por fin, he puesto bien la hora de este blog. Va por la rubia y por winagress, que lo han apuntado en los comentarios de alguna que otra entrada. Tenía la hora puesta como si viviéramos en Miami, que se le va hacer. La cambio un año y pico después pero ya se sabe... MÁS VALE TARDE QUE NUNCA.


miércoles, 4 de marzo de 2009

Cuestión de genero???


Cada uno sirve para lo que sirve. Todos tenemos nuestras virtudes y defectos y, contra esa naturaleza, no hay quien luche.


Yo, por ejemplo, no he nacido para seguir el modelo de 'señorita' que a mi madre le gustaría que fuera. A mi madre, como a cualquier otra, le gustaría que fuese la mejor pero me quiere como soy.


No sirvo para muchas de esas cosas que los prototipos unen con las mujeres.


Punto 1:- No me gusta ir de compras. No me gustan eso de mirar y remirar los escaparates. No tengo gusto. Entre unas cañas en una terracita al sol y un maratón de compras, me quedo con lo primero. Entre un maratón de compras y un partido de baloncesto, me quedo con lo segundo.


Punto 2:- No me gusta ir a la peluquería ni cosas similares. Paso a ver a Juanmi cuando cuatro dedos de pelo negro constatan que el tinte pelirrojo no es más que eso, un tinte. Sólo de pensar que tengo que esperar un par de horas a que me cojan, me tinten, me laven, me peinen, me sequen... Puff. Lo único que me gusta es la parte del masajito.


Punto 3:- Me he pintado las uñas de las manos unas... ¿cinco veces en mi vida? Me las como, tengo unas manos que parecen ancas de rana y poca paciencia como para emplear mi poca maña en estas cosas.


Punto 4:- No sé andar encima de unos tacones. Mi madre lo dice, parezco un pato mareado. Mis zapatillas rojas siempre han sido mucho mejor compañía que las botas de chupamelapunta o los zapatitos de tacón de aguja. Para eso, en mi familia ya está la guachuza.


Además, me pongo vestidos sólo en las bodas y ocasiones muy puntuales y, desde que a mi padre le ha dado por regalarme cosas de Desigual, llevo faldas. Pero vamos, tampoco son muy de señorita y, cuando me las pongo, mi madre sonríe como en las ocasiones especiales.


Punto 5:- No sueño con un ropero. No imagino vestirme de blanco para protagonizar una boda pomposa, no sé combinar muy bien los complementos y llevo el mismo bolso -pegue o no- hasta que lo echo a lavar y traslado todos mis trastos al siguiente por el orden estricto que marque mi desorden.


Cada uno es como es, que le vamos a hacer. No sé sentarme cruzando las piernas, no sé comportarme como una señorita, nunca llevo pañuelos de papel en el bolso ni uso paraguas (yo me mojo como los tíos, hombre ya!) y prefiero una barra de bar con una cerveza a una mesita con un té. Qué le vamos a hacer.


Y del anuncio de la foto, prefiero el frigorífico por el que gritan los hombres que el vestidor por el que suspiran ellas. ¿Qué haría con él si sólo tengo unos cuantos pares de zapatos? Con las cervezas sí sabría qué hacer.



Y para ver el anuncio, sigue este enlace



domingo, 1 de marzo de 2009

Momentazos de la vida


Hay días que uno se levanta con el planazo de comer al sol en una terracita del Albaicín y la vida le constesta con un cielo cubierto de nubes. Ni sol ni leches. Y entonces, haciendo de ama de casa para rentabilizar el domingo, me pongo a revisar fotos de otros años con el propósito firme de poner por fin una foto en el feisbuck de las narices mientras termina la lavadora. (Ya lo he hecho, por fin)



Y entonces, te encuentras con esta foto y recuerdas que, muchas veces, la vida te regala momentazos, noches de Reyes en las que, los de Oriente, te ofrecen el mejor regalo posible.



Fue el 5 de enero de 2008. Por cortesía de la Cruz Roja de mi pueblo, me convertí en el negro más admirado del mundo (con permiso de Obama, claro). Hacía más frío que un día con mucho frío pero todo eso se olvidó en unos minutos. Y es que hay sonrisas con capacidad de derretir hasta el mayor de los témpanos de hielo.



Quedamos el día 5 a las 5 de la tarde. Una mini sesión de maquillaje, un plano, una ambulancia cargada de regalos y muchos objetivos por cumplir. Todo, porque la generosidad de vecinos y empresas nos iba a convertir en magos, en esos privilegiados que se encargarían de llevar la magia a un puñado enorme de niños que no iban a tener ningún regalo para esa noche.



Una casa a la que hay que entrar descalzo. Cinco niños con nombres impronunciables. Dos dramas familiares. Olor a incienso y te, un informativo en árabe presidiendo desde la tele el ambiente del salón. Túnicas de gala esperando nuestra llegada... y mil sonrisas.



Ellos, los niños de esa casa, no creen en el dios de este país. No creen en los Reyes Magos ni tienen dinero para hacerlo. Pero te abrazan sin asustarse de tu pintura cutre de color negro, se les iluminan los ojos al abrir esos paquetes, te lo agradecen con toda la sinceridad de un niño de tres años y te vuelven a abrazar.



Y eso, esa enorme satisfacción que no voy a olvidar en la vida, se repitió una y otra vez hasta altas horas de la madrugada. El frío se quedó perdido en algún rincón de la ambulancia y todo se convirtió en una ilusión fantástica. Casa por casa, timbrazo a timbrazo, las horas pasaron con abrazos, lágrimas, algún que otro niño asustado por los disfraces, regalos y más regalos.



Es entonces cuando todo cambia de sentido, cuando la frase esa de que regalar es tu mejor regalo cobra sentido. Un momentazo que nunca olvidaré porque no recuerdo sus nombres, sus regalos ni sus dramas, no podré imaginar su día a día, sus progresos ni sus decepciones, pero siempre recordaré esos abrazos, las sonrisas y los besos como el de la foto.



Para ver más, sigue este enlace, que es sólo un trocito de aquella maravillosa noche.