jueves, 7 de febrero de 2008

Mis zapataillas rojas


Todo el mundo tiene una camiseta vieja, unos pantalones rotos, unas zapatillas cansadas de andar... un algo que se ha convertido, con el paso del tiempo, en una especie de extensión olvidada de sí mismo, un amuleto absurdo al que agarrarse, un talismán escondido al fondo del armario. Yo, tengo unas zapatillas rojas.


Siempre tengo unas zapatillas rojas. Tengo unas sin cordones y fresquitas para el verano, otras de bota que me cayeron al cumplir los 27 para combatir los rigores del invierno en Baza. Y unas hechas polvo en la parte de mi armario de Granada que no abro nunca. Pero tampoco soy capaz de tirarlas.


Me sorprende esa capacidad de encapricharse con cosas que no te llevan a ninguna parte, pero que se convierten en poco menos que un símbolo de tu personalidad. Hice la entrevista para mi anterior trabajo -hace de eso casi seis años- con unos zuecos rojos. Al tiempo, me compré unas zapatillas rojas que me costaron una de las primeras broncas de mi jefe. No le parecía 'serio' que trabajara en zapatillas, "y menos, esas rojas".


Ahí me dí cuenta de que hay gente que nace para ir por la vida en zapatos, -mujeres preparadas incluso para vivir sobre tacones-, y personas que nacimos con pies destinados inevitablemente a llevar zapatillas. Rojas.


"Soy un obsesionado de los zapatos. Me los limpio tres veces al día, y cada mañana antes de salir de casa. Cuando me presentan a alguien, me fijo en sus zapatos y como los lleve sucios... Da igual lo arreglado que vaya". La frase me la soltó el lunes mi jefe, el de ahora.


Ahora intento recordar qué vestían mis pies el día que nos tomamos un café eterno para convencerlo de que me contratase frente al resto de ofertas, que haberlas haylas. No me acuerdo, pero se quedó conmigo. Y ahí sigo, organizando ruedas de prensa con mis zapatillas rojas. Cuando me confesó su obsesión por los zapatos, bajé la mirada, miré mis zapatillas, y volví a levantar los ojos con cara de miedo. Mi jefe se estaba riendo. Quizá por esas cosas sigo en una ciudad que no me gusta, con un trabajo que no es el mejor, en el que no soy la mejor, pero que me reta cada mañana.


Para que no pierda las buenas costumbres por el camino, para que no se me olvide que las zapatillas rojas me llevan hacia el destino adecuado -y si no es el bueno, al menos lo recorro más cómoda-, mi guachuza me ha regalado una zapatilla roja -calcetín incluido- de llavero para mi casa de Guadix. Ahora, aunque no se vea, siempre llevo mis zapatillas rojas.

No hay comentarios: